...Dicen que la locura es un placer que sólo el loco conoce, pero aquella era una cabra del infierno. Su locura llegaba a límites insospechados y superaba con creces la esquizofrenia de otros bóvidos insignes. Siempre fuera del redil, desde muy chica el propio cabrero la dio por perdida y la dejó brincar a su libre albedrío por peñas y por riscos. Con su trote alocado y cómico iba y venía de piedra en piedra, más briosa cuanto más complicada era la orografía del terreno. En sus años mozos, la cabra se hizo famosa en el pueblo por comerse las ropas del cacique y de su amante, que se fueron a retozar a la era y, cuando acabaron, al ir a recoger sus pertenencias, ya la cabra había dado cuenta de ellas en una opípara comilona de la que no quedaron ni los calzoncillos. El hombre tuvo que regresar a su casa de madrugada, tapándose las vergüenzas, y la pobre muchacha, desencantada, se dedicó a ponerlo verde en la cola de la fuente, por dejarla allí, desnuda y sola, de noche, en medio del campo. Desde entonces la cabra fue el terror de los enamorados de exteriores, odiada por los adúlteros y por los ricos y casi venerada por el pueblo llano y por las mujeres, que la consideraban una especie de heroína.
Un año después, un ladrón que venía de robar un banco, se paró a echar una cabezada debajo de un árbol, mientras sujetaba con fuerza la bolsa llena de billetes. Cuando se despertó, ya anochecía y al darse media vuelta comprobó aterrorizado que la cabra, no sé de qué aviesa manera, se había comido la bolsa y todo su contenido. Desesperado echó a correr detrás de ella, blandiendo la misma faca que había usado en el atraco, dispuesto a abrirla en canal, seguro de que si no tardaba mucho, podría recuperar todavía buena parte del botín. Pero la cabra se mezcló con otras que por allí andaban y, con la falta de luz, no seguro ya de cuál de ellas era, empezó a rajar a todas las que se encontró. Nuestra cabra se libró del “cabricidio” y cuando el cabrero salió de su choza y vio el desastre que estaba perpetrando el destripador de cabras, dio parte a la Guardia Civil, que vino a detenerlo y lo tomó por loco.
Alcanzada la madurez, la cabra vino a amigarse con una familia de gitanos con los que anduvo un par de temporadas haciendo el famoso número de la escalera. Se recorrió media Andalucía al ritmo del tamborcillo. Aquél, que podía haber sido un espectáculo digno de entrar en los anales del arte circense, acabó como el rosario de la aurora por culpa de la chifladura del animal, al que le dio por arremeter contra todo lo que llevara faldas. En medio del número, cuando ya alcanzaba la cima de la escalera, la cabra saltaba al suelo y embestía a las señoras y señoritas que se habían acercado a ver la cosa. Esto no hubiera pasado del susto y de la risa si no fuera porque un día la cabra se lanzó contra el cura y lo tumbó de espaldas. La familia de gitanos tuvo que salir por piernas del pueblo sin esperar a la cabra, que todavía seguía dando cabezazos.
La cabra acabó sus días en la Legión, junto a la que, con garbo todavía, desfilaba cada doce de octubre, por el Paseo de la Castellana, haciendo las delicias de todos los amantes del folclore patrio. Sin embargo, antes que tarde, hubo que sustituirla, porque la muy frívola se paraba a mear justo cuando pasaba frente a la tribuna de autoridades.
Y ya recientemente, la cabra dejó de trotar y se puso a esperar la muerte debajo de un chopo. Vino a recogerla el mismísimo diablo, en su conocida apariencia de macho cabrío, para llevársela al infierno. Allí viven los dos, demonio y cabra, una loca historia de amor eterno.
Yo doy fe de ello, porque lo he visto, he estado allí y he vuelto para contar este cuento.
__________________
Luis Foronda.- ____________________ Dibujo de Nono Granero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario