María entró en la panadería que se encuentra justo debajo de su bloque de pisos y preguntó:
-¿Quién es el último o la última?
-Yo soy la última.- Dijo Amalia con su voz de anciana.
Amalia vivía dos calles más arriba y todos los días iba a comprar el pan a la misma hora. Llevaba muchos años jubilada y viuda y tenía la vida igual de organizada que cuando trabajaba en la oficina de la gestoría de su padre. Todo era rutina y orden, todo con la alegría y la parsimonia que le da la felicidad al tiempo.
Amalia es la abuela de Ricardo, un joven que trabaja en el ayuntamiento, y que, por las tardes, la visita con la excusa de ayudarle en casa, pero sobre todo para darle compañía, aunque hace unas semanas, no va con tanta asiduidad. Ricardo ha descubierto su homosexualidad , cuando se dio cuenta de que el señor que hace las fotocopias, Vicente, que siempre lleva esos colores y esas pintas tan demodé , le producía cosquillas en el estómago siempre que lo miraba. El señor de las fotocopias vive con su novia desde hace años, en las afueras de la aldea. Basi, su novia, es divorciada y aunque todavía tiene aspecto juvenil, tiene dos hijos estudiando en la Universidad. Vicente los ha criado y los quiere como si fueran hijos propios.
Basi se vino al sur vivir como trabajadora social, pero lo dejó para convertir su casa en un lugar de descanso y naturaleza. Además de ofrecer habitaciones por un módico precio, tiene un huerto ecológico del que se abastecen durante todo el año. Basi y Vicente han decidido no casarse pues no les gustan las ataduras legales, basan su convivencia en un contrato amoroso que renuevan mes a mes, convirtiendo en tradición festiva este acontecimiento. Fiestas que se prolongan de la noche a la mañana, con invitaciones para quienes están alojados.
La vida de Basi y de Vicente pasaba desapercibida en este pueblo intransigente con quienes no siguen las normas, a pesar del anuncio público que Vicente colocó al lado de la fotocopiadora, un cartel que decía: Se alquilan habitaciones en el huerto “las acequias”, nombre que los agricultores le dieron cuando se juntaban para repartir los riegos.
Ricardo cuando leyó este cartel como si fuera una propuesta de amor, no lo dudó, sólo tenía que organizarlo todo para que pareciese que se iba al campo a vivir por una mera cuestión de necesidad medioambiental y de salud. No sólo compartirían casa, sino trayecto de ida y vuelta a diario de lunes a viernes, para así afrontar y disfrutar de su nueva orientación sexual. A cambio no podría ir todas las tardes a cuidar de su querida abuela.
Amalia aunque sabía qque echaría de menos su compañía y sus pequeñas conversaciones, entendía que intentara poner un poco de orden en su vida, yéndose al campo una temporada. No conocía el verdadero origen del traslado campestre, Ricardo no había tenido el valor de confesar algo que aún no sabía que era. Su abuela sólo conocía que Basi, una señora que pasaba los cuarenta, ofrecía su casa por habitaciones, en las fueras de la aldea, en la remodelada casería.
Ricardo llevaba unas semanas viviendo en la casa de Vicente y Basi, cuando María entró en la panadería que está debajo de su piso, y preguntó:
.- ¿Quién es el último o la última...?
.- Soy yo la última, contestó Amalia con su voz de anciana, sin dejar de mirar a la muchacha que estaba pidiendo la vez y que tenía los párpados hinchados de llorar. Pensó: "esta niña necesita algo más que una barra de pan".
Le preguntó si le pasaba algo, pero María lo negó con su cabeza. Y la abuela de vicente hablandole como en secreto le dijo: -“No me lo puedo creer, ya tengo muchos años y yo sé que te pasa algo”
.- Bueno, sí, es cierto, necesito mudarme de casa. En esta en la que vivo la tengo que dejar y no sé a donde ir. Estoy buscando un piso baratito, para mi sola, ¿usted conoce a alguien que alquile un piso, o una habitación?
.- Ahora que lo dices, sí, pero es en la aldea, en el huerto de las acequias.
.- Pero, eso es muy caro, ….
.- Mira, por llamar y preguntar, no pierdes nada, pero aquí no tengo el número teléfono de mi nieto que vive allí, si quieres me acompañas a mi casa y te lo doy.
Aquella mañana Amelia, de ochenta años y María, una triste muchacha que buscaba habitación, la pasearon juntas de tienda en tienda, después ya en la casa tomaron achicoria con leche y unos bollitos de crema. María le contó la desastrosa relación que había mantenido durante casi un año con su novio. Amelia le agradeció mil veces la compañía y la conversación. Y al llegar la hora de la comida, se despidieron.
María con el número de teléfono de Vicente y mucho más aliviada llegó a su piso que estaba encima de la panadería y que en unos días tendría que dejar. Su exnovio no vendría hasta la noche. No hizo ninguna llamada, no preparó comida, dejó la barra de pan en la cocina y se sentó al lado de la ventana a observar la gente pasar. Cuando el sol se estaba escondiendo y las farolas encendiendo, como una autómata feliz preparó su maleta, eligiendo sólo lo que más le gustaba y escribió una nota que dejó al lado de la barra de pan.
“He encontrado pareja, alguien mayor que yo, que me escucha, que me atiende, que se preocupa por mí. Voy a emprender una nueva vida, mucho más feliz que contigo, estoy segura...
María, se arregló como si fuera domingo por la mañana y con su maleta ligera de peso dio la vuelta a la calle y llegó a la casa de Amelia.
Cuando la anciana oyó el timbre pensó en su nieto y cuando le dio al abridor de la puerta, gritó:
Si vienes, cariño, a estas horas es para quedarte a vivir conmigo, ya lo sabes.
María contestó: Eso ni lo dude. Por cierto, ¿cómo se llama usted?
____________________________________________________________________________ Benita Campos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario