Dice el refrán que cuando una puerta se cierra, otra se abre. Dejando al margen la relativa verdad que estos aforismos encierran, cuando escucho éste siempre me viene a la cabeza la imagen de un invento de Marcel Duchamp, uno de esos artistas que gustan de situarse al lado de las frases hechas o de los objetos dados por conocidos, para jugar con ellos.
Y es que Duchamp diseñó una puerta en 1927 para su apartamento que servía, simultáneamente, para el cuarto de baño y para el estudio.
Podemos verla en la imagen: está en una esquina. Si abro desde fuera, al empujarla hacia el interior, llega a topar con el marco en que se encaja, cerrando el baño. Si, una vez dentro del estudio, quiero pasar al baño, al abrirla cierro aquél.
Y ando pensando en esta obra, porque en estos días tengo sentimientos encontrados con respecto a una apertura que ha traído consigo un cierre definitivo, o con una dejadez desembocada en cierre que ha propiciado una apertura.
En el edificio del Hospital de Santigo, había una sala que llamaban “de Exposiciones Esteban Jamete”. Como no hay suficiente personal, llevaba cerrada no sé cuánto tiempo.
Era –es, porque la sala existe, reconvertida-, un lugar recoleto, ideal para dar salida a una de esas propuestas de sentido común que siempre que tengo ocasión demando al aire: la necesidad de crear programaciones artísticas coherentes y constantes –ya hemos visto lo que es capaz de hacer el agua, no siendo excesiva, si no deja de caer durante meses-, que incluyan la posibilidad de exponerse a los creadores que empiezan, que trabajan en un área geográfica muy concreta o que, sencillamente, hacen por placer y no sienten la necesidad de andar dando viajes o cabezazos por ahí para mostrar lo que, pacientemente y sin más pretensión que la propia búsqueda y el propio reto –y ya hablaremos de esto en próximos días-, quieren mostrar.
Esa sala ha dejado de estar cerrada desde la semana pasada. Y como quería ver qué había sido de ella, fui a visitarla en cuanto me enteré. Amablemente me abrieron la puerta y encontré, siendo lo mismo, otro espacio: diáfano, luminoso, abierto. Con mejor luz, con mesas redondas que me proponían un nuevo circuito por recorrer, distinto al que marcaban las paredes habituales. Y en éstas, en lugar de cuadros, había estanterías: Y en ellas, baldas; y en las baldas, libros.
A algunos de esos libros yo ya los conocía. Los había entrevisto en un almacén oscuro, amalgamados, apilados unos sobre otros, escondidos casi como si tuvieran miedo de que alguien los viera y los tocara. Si, por gentileza de Diego, de Juan o de Pepa, accedía a su cubículo, podía tomar alguno del lomo, acariciarlo e, incluso, abrirle despacio las guardas. Y encontraba tesoros y perlas, aventuras y colores que, contentos al fin de mostrarse, parecían preguntar por su extraño cautiverio.
Esos libros que no tenían sitio, lucen ahora como recién salidos de la imprenta, y exhiben sus títulos orgullosos y espaciosos en la nueva Sala Infantil de la Biblioteca Juan Pasquau.
Y yo, que soy relativamente práctico, dejo a un lado la tristeza del cierre y agarrando el pomo de la puerta común, me introduzco de lleno en este espacio que, curiosamente, está aún más repleto de arte de lo que nunca estuvo. Porque los libros infantiles contienen tesoros sin cuento. Porque insisto siempre en que los libros ilustrados –que sólo por el hecho de tener menos letras suelen vivir aquí-, son obras de arte completas en sí mismas de tirada limitada.
Y porque esos tesoros son de todos y están ahora a nuestra disposición . Eso sí, teniendo cuidado de devolverlos de nuevo en quince días, para que otros sigan abriendo esas hojas por las que, quizá en un futuro, entre alguien capaz de explicarnos que se pueden tener dos puertas en lugar de una, que no hay por qué cerrar para abrir y que casa con dos puertas, siempre, siempre, es un lugar en el que se respirará mejor, porque se pueden hacer sanísimas corrientes de aire.
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