lunes, 31 de mayo de 2010

La cabra, la cabra.

...Dicen que la locura es un placer que sólo el loco conoce, pero aquella era una cabra del infierno. Su locura llegaba a límites insospechados y superaba con creces la esquizofrenia de otros bóvidos insignes. Siempre fuera del redil, desde muy chica el propio cabrero la dio por perdida y la dejó brincar a su libre albedrío por peñas y por riscos. Con su trote alocado y cómico iba y venía de piedra en piedra, más briosa cuanto más complicada era la orografía del terreno. En sus años mozos, la cabra se hizo famosa en el pueblo por comerse las ropas del cacique y de su amante, que se fueron a retozar a la era y, cuando acabaron, al ir a recoger sus pertenencias, ya la cabra había dado cuenta de ellas en una opípara comilona de la que no quedaron ni los calzoncillos. El hombre tuvo que regresar a su casa de madrugada, tapándose las vergüenzas, y la pobre muchacha, desencantada, se dedicó a ponerlo verde en la cola de la fuente, por dejarla allí, desnuda y sola, de noche, en medio del campo. Desde entonces la cabra fue el terror de los enamorados de exteriores, odiada por los adúlteros y por los ricos y casi venerada por el pueblo llano y por las mujeres, que la consideraban una especie de heroína. Un año después, un ladrón que venía de robar un banco, se paró a echar una cabezada debajo de un árbol, mientras sujetaba con fuerza la bolsa llena de billetes. Cuando se despertó, ya anochecía y al darse media vuelta comprobó aterrorizado que la cabra, no sé de qué aviesa manera, se había comido la bolsa y todo su contenido. Desesperado echó a correr detrás de ella, blandiendo la misma faca que había usado en el atraco, dispuesto a abrirla en canal, seguro de que si no tardaba mucho, podría recuperar todavía buena parte del botín. Pero la cabra se mezcló con otras que por allí andaban y, con la falta de luz, no seguro ya de cuál de ellas era, empezó a rajar a todas las que se encontró. Nuestra cabra se libró del “cabricidio” y cuando el cabrero salió de su choza y vio el desastre que estaba perpetrando el destripador de cabras, dio parte a la Guardia Civil, que vino a detenerlo y lo tomó por loco. Alcanzada la madurez, la cabra vino a amigarse con una familia de gitanos con los que anduvo un par de temporadas haciendo el famoso número de la escalera. Se recorrió media Andalucía al ritmo del tamborcillo. Aquél, que podía haber sido un espectáculo digno de entrar en los anales del arte circense, acabó como el rosario de la aurora por culpa de la chifladura del animal, al que le dio por arremeter contra todo lo que llevara faldas. En medio del número, cuando ya alcanzaba la cima de la escalera, la cabra saltaba al suelo y embestía a las señoras y señoritas que se habían acercado a ver la cosa. Esto no hubiera pasado del susto y de la risa si no fuera porque un día la cabra se lanzó contra el cura y lo tumbó de espaldas. La familia de gitanos tuvo que salir por piernas del pueblo sin esperar a la cabra, que todavía seguía dando cabezazos. La cabra acabó sus días en la Legión, junto a la que, con garbo todavía, desfilaba cada doce de octubre, por el Paseo de la Castellana, haciendo las delicias de todos los amantes del folclore patrio. Sin embargo, antes que tarde, hubo que sustituirla, porque la muy frívola se paraba a mear justo cuando pasaba frente a la tribuna de autoridades. Y ya recientemente, la cabra dejó de trotar y se puso a esperar la muerte debajo de un chopo. Vino a recogerla el mismísimo diablo, en su conocida apariencia de macho cabrío, para llevársela al infierno. Allí viven los dos, demonio y cabra, una loca historia de amor eterno. Yo doy fe de ello, porque lo he visto, he estado allí y he vuelto para contar este cuento. __________________ Luis Foronda.- ____________________ Dibujo de Nono Granero.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Encuentro dibujos en el cielo.

Insistíamos la semana pasada en la necesidad de ir con los ojos abiertos, porque lo inesperado está a la vuelta de la esquina, y el aprendizaje del arte se hace permaneciendo atento a cuanto nos rodea, nos encontremos envueltos en ruido o no.

El otro viernes, por la mañana, tuve ocasión de comprobarlo: anda uno tan tranquilo por la calle, lejos, como es costumbre en este último mes, de las salas de exposiciones oficiales, cuando de improviso nos ofrecen un ejemplo bien grandote de cómo funcionan las líneas de un dibujo, de cómo se genera la profundidad en una obra manejando pocos elementos, o qué quiere decir que el gesto de un artista es fluido.

No son éstas, para cualquiera que tenga interés en utilizar un lápiz o un pincel, cuestiones sin importancia. Porque mientras que no cuesta coincidir en que la música tiene sus propias claves para transmitir ideas o sentimientos, bien definidas y regladas, a menudo parecemos olvidar que con las artes plásticas pasa otro tanto. Y que donde aquélla usa contrapuntos o voces tímbricas distintas para ampliar la profundidad de una melodía, ésta tiene a su disposición los contrastes, los tamaños o los traslapos.

Son estos sencillos recursos los que, manejados hábilmente, combinados de manera rica y no reiterativa, construyen una obra con hondura.

Y eso justamente me vinieron a recordar las estelas combinadas de cuatro aviones, que armaron sobre un cielo azul amplísimo una urdimbre de ritmos y grafismos de humo blanco que variaban intensidades, acentuaban curvaturas, y se dejaban desleír llevando aún más lejos mi mirada en esa superficie de la mañana limpia.

Porque dejamos huella, siempre, queriendo o sin querer. Y está en nuestra naturaleza alterar lo que tenemos alrededor. O dicho de otro modo: estamos preparados para el arte, sin importar demasiado la herramienta que elijamos. Y ese arte no tiene que ser, necesariamente, permanente o trascendente.

Decía Miró (en versión libre que me evita las comillas y me excusa las imperfecciones, como siempre que recurro a la memoria): cuando todo falte, cuando no tengamos ni papel ni lápiz, aunque no se pueda de otra manera, tenemos que dibujar, aún con el chorro de orina sobre la arena.

Y Juan -un buen hombre con quien compartía la campaña de la aceituna-, después del postre y apurando el sol antes de agarrarse de nuevo al tajo, siempre terminaba el descanso con algún dibujo sencillo hecho con una ramita sobre la suciedad acumulada en su pantalón.

Y aunque todo lo que produzcamos así sea efímero, resulta estimulante comprobar que todos contamos con esa capacidad de hacer e inventar que nos empuja a buscar soluciones y horizontes distintos constantemente.

De manera que insistimos: se aprende, mirando, aplicando, encontrando soluciones, no sólo en los museos –como decía Cèzanne-, no sólo en las obras que sobreviven siglos como si fueran elefantes sagrados, sino también en lo que nos rodea, en nuestra naturaleza, aún en la alterada por nuestras manos.

Con un pie en cada uno de esos mundos distintos –el original, el mediado-, el artista debe cabalgar.

Deja así de ser tan importante lo perdurable de la obra mientras cobra mayor sentido el momento preciso de lo vivo.

El dibujo del cielo ya no existe; pero qué más da, si queda la lección.

Nono Granero

domingo, 23 de mayo de 2010

DOÑA MARI Y EL PICO DE LA MESA

Qué bonita era la Historia con mayúsculas contada por Doña Mari con aquel movimiento suyo de cadencias minúsculas. Se ponía de pie sobre la tarima, acercaba el pubis al pico de la mesa y empezaba su lección. Se adivinaba el cosmos a través del estrecho pantalón vaquero que llevaba y una vez en la posición exacta, empezaba un suavísimo balanceo, hacia atrás y hacia adelante. Y explicaba y explicaba y venían iberos y romanos, reyes godos, católicos y almohades, conquistas y reconquistas, en inagotable cascada de fechas y de nombres. Era un movimiento hipnótico, un ir y venir por la historia de España, atrás y adelante en el cuadro cronológico. Qué bien se nos quedaba todo lo que decía, qué explosión de gozo al examinarnos y comprobar cuánto habíamos aprendido. Y ella tan feliz poniendo sobresalientes. Pero se ve que algún notable resentido se fue de la lengua y un mal día el señor director, que era de suspender mucho, le dijo al bedel del colegio que cambiara las mesas de todos los profesores y todas fueron, desde entonces, redondas. Doña Mari inició después un viaje sin retorno hacia la melancolía, se perdía en los anales de sus crónicas y una mañana mientras nos explicaba la cruenta batalla de las Navas de Tolosa le dio un vahído y calló por el acantilado de las consecuencias, acabando con la cabeza rota en la redondez de lo prescrito. Corrió el rumor de que estaba embarazada. La dieron de baja y ya no volvimos a verla. (Es curioso, al bedel tampoco). Las clases de historia las impartió desde entonces el mismo señor director, un momio cuyo único movimiento consistía en descargar la palmeta sobre nuestras manos abiertas. Y así, más o menos, acabamos el curso en paz y al año siguiente cada bachiller hizo la guerra por su cuenta. Después… la vida. No hace mucho me encontré a uno de los compañeros de entonces y volvimos a acordarnos de doña Mari.
-Qué amena era la clase de historia - me dijo- qué controversias, qué disputas. Si me preguntas ahora algo de lo que aprendimos, no me acuerdo de nada. ¡Ay, esta generación nuestra se ha vuelto una desmemoriada! Hemos olvidado nuestra Historia y todos queremos recuperarla.
-Sería hermoso –le contesté- que volviera doña Mari de su embarazo legendario y nos arrojara a la cara la Historia que hemos olvidado.
-Volverá, volverá. Estoy seguro – me respondió - porque aquel que olvida su historia está condenado a repetirla. ___________________________________ Luis Foronda. _____________________ Dibujo de Nono Granero.-

viernes, 21 de mayo de 2010

A vueltas con Clara

Al hilo de la entrada de hace un par de semanas, relativa a las exposiciones que se hacen en bares de copas o similares, escribió Clara un comentario que podéis ver al completo en su lugar correspondiente (pinchar aquí para verlo todo) y que motiva esta nota de vuelta.

Entresaco de su jugoso comentario una única cuestión –prometiendo detenerme en el resto en sucesivos artículos-: Objeta Clara que el lugar en que se cuelgan los cuadros no es el más apropiado, bien por la falta de luz, bien porque los visitantes van a otras cosas y no precisamente a mirar cuadros.

Planteada esta observación en términos más generales y reformulada como una pregunta, podríamos plantearlo de este modo:¿es posible la experiencia estética en un entorno ajeno al habitualmente considerado artístico?

Y como justamente de entornos más o menos hostiles quería yo hablar hoy, aprovecho para intentar responder. Comencemos:

Bajo la intermitente y brusca lluvia de estos días pasados, he tropezado, bajando deprisa, con los líquenes agradecidos que este años crecen en los poyetes de piedra de la Plaza del Ayuntamiento. Explotan con grises metálicos, y varían al estallar los verdes ocres del nacimiento hacia los pardos para cuyos tonos no hay palabras. Como las mismas gotas gruesas de la lluvia dibujando las primeras composiciones sobre el suelo al comenzar a caer, estos líquenes arman mosaicos que con teselas que se superponen y se quiebran aminorando el ritmo de mis pasos para hacerme disfrutar de su melopea de ondas rígidas en mares de arenisca.

Y al verlos, recuerdo que quien me enseñó a verlos, a paladear sus acres sabores de óxido quebrado, fue Lucio Muñoz, partiendo maderas dolidas en sus cuadros.

Pero tengo que irme: hay que coger el coche para viajar. Y un poco antes de llegar al desvío que conducía al sumergido Puente Ariza, giro el volante y tengo que aminorar otra vez la marcha: Ante mí un camino de tierra se levanta hacia la izquierda y adopta un escorzo de tierra roja que divide la arboleda y me lleva directo al horizonte con prisa incandescente, con energías desatadas por un golpe entrevisto. Y, enmarcado por el cristal del parabrisas, lo que veo es el paisaje con cuervos de Van Gogh, tan fielmente representado ante mis ojos, que me siento por un momento sumergido en uno de los sueños de Akira Kurosawa.

Pero sigo el viaje y las tareas, atravesando así un día neblinoso, desdibujado, con los colores húmedos y las gamas unificadas de un río de Zóbel, con las montañas desaparecidas entre brumas desvaídas del monje Calabaza Amarga, con las personas veloces bajo el agua, esquivas como los personajes que siempre dan la espalda creados por Eduardo Úrculo.

Y al bajarme del coche lo veo salpicado de barro, con multitud de tonos superpuestos que parecen iluminarse vibrando, del mismo modo que lo hace la pasta densa de los óleos de la Catedral de Rouen de Monet.

Repaso entonces todos los lugares que he recorrido, todas las cosas que me han rodeado a lo largo del día, todos los encuentros afortunados con que me he topado.

Y me parece que, para obtener experiencias estéticas, probablemente, no sea el lugar lo más importante, ni el entorno, ni el ruido, la comodidad, el silencio o la iluminación, sino más bien nuestra actitud, nuestra habilidad para encontrar lo que permanece oculto a ojos poco atentos o embutidos en un concepto excesivamente práctico y utilitario del mirar. Nuestra capacidad para reflejarnos en lo que vemos, para reconocernos en lo que vemos, para recibir lo que nos es ajeno con voluntad de crecimiento, y también, por qué no, nuestra capacidad de juego.

Será así como en días tan feos como los pasados, tengamos al menos el consuelo de poder descubrir, bajo un gris de mala prensa, los destellos únicos de una belleza que nos enseñaron a apreciar grandes maestros en este viaje de vuelta que es el arte.

Después podríamos preguntarnos cómo ejercitar los ojos y la memoria para poder hacerlo. Pero eso lo dejaremos para otro día, porque ahora toca disfrutar con una visita mencionada más arriba, si pincháis el enlace...

http://www.youtube.com/watch?v=uTsHdMj7jO0

Nono Granero

martes, 18 de mayo de 2010

UN CUENTO PARA LA CRISIS

Un cuento de encuentros en abril
María entró en la panadería que se encuentra justo debajo de su bloque de pisos y preguntó: -¿Quién es el último o la última? -Yo soy la última.- Dijo Amalia con su voz de anciana. Amalia vivía dos calles más arriba y todos los días iba a comprar el pan a la misma hora. Llevaba muchos años jubilada y viuda y tenía la vida igual de organizada que cuando trabajaba en la oficina de la gestoría de su padre. Todo era rutina y orden, todo con la alegría y la parsimonia que le da la felicidad al tiempo. Amalia es la abuela de Ricardo, un joven que trabaja en el ayuntamiento, y que, por las tardes, la visita con la excusa de ayudarle en casa, pero sobre todo para darle compañía, aunque hace unas semanas, no va con tanta asiduidad. Ricardo ha descubierto su homosexualidad , cuando se dio cuenta de que el señor que hace las fotocopias, Vicente, que siempre lleva esos colores y esas pintas tan demodé , le producía cosquillas en el estómago siempre que lo miraba. El señor de las fotocopias vive con su novia desde hace años, en las afueras de la aldea. Basi, su novia, es divorciada y aunque todavía tiene aspecto juvenil, tiene dos hijos estudiando en la Universidad. Vicente los ha criado y los quiere como si fueran hijos propios. Basi se vino al sur vivir como trabajadora social, pero lo dejó para convertir su casa en un lugar de descanso y naturaleza. Además de ofrecer habitaciones por un módico precio, tiene un huerto ecológico del que se abastecen durante todo el año. Basi y Vicente han decidido no casarse pues no les gustan las ataduras legales, basan su convivencia en un contrato amoroso que renuevan mes a mes, convirtiendo en tradición festiva este acontecimiento. Fiestas que se prolongan de la noche a la mañana, con invitaciones para quienes están alojados. La vida de Basi y de Vicente pasaba desapercibida en este pueblo intransigente con quienes no siguen las normas, a pesar del anuncio público que Vicente colocó al lado de la fotocopiadora, un cartel que decía: Se alquilan habitaciones en el huerto “las acequias”, nombre que los agricultores le dieron cuando se juntaban para repartir los riegos. Ricardo cuando leyó este cartel como si fuera una propuesta de amor, no lo dudó, sólo tenía que organizarlo todo para que pareciese que se iba al campo a vivir por una mera cuestión de necesidad medioambiental y de salud. No sólo compartirían casa, sino trayecto de ida y vuelta a diario de lunes a viernes, para así afrontar y disfrutar de su nueva orientación sexual. A cambio no podría ir todas las tardes a cuidar de su querida abuela. Amalia aunque sabía qque echaría de menos su compañía y sus pequeñas conversaciones, entendía que intentara poner un poco de orden en su vida, yéndose al campo una temporada. No conocía el verdadero origen del traslado campestre, Ricardo no había tenido el valor de confesar algo que aún no sabía que era. Su abuela sólo conocía que Basi, una señora que pasaba los cuarenta, ofrecía su casa por habitaciones, en las fueras de la aldea, en la remodelada casería. Ricardo llevaba unas semanas viviendo en la casa de Vicente y Basi, cuando María entró en la panadería que está debajo de su piso, y preguntó: .- ¿Quién es el último o la última...? .- Soy yo la última, contestó Amalia con su voz de anciana, sin dejar de mirar a la muchacha que estaba pidiendo la vez y que tenía los párpados hinchados de llorar. Pensó: "esta niña necesita algo más que una barra de pan". Le preguntó si le pasaba algo, pero María lo negó con su cabeza. Y la abuela de vicente hablandole como en secreto le dijo: -“No me lo puedo creer, ya tengo muchos años y yo sé que te pasa algo” .- Bueno, sí, es cierto, necesito mudarme de casa. En esta en la que vivo la tengo que dejar y no sé a donde ir. Estoy buscando un piso baratito, para mi sola, ¿usted conoce a alguien que alquile un piso, o una habitación? .- Ahora que lo dices, sí, pero es en la aldea, en el huerto de las acequias. .- Pero, eso es muy caro, …. .- Mira, por llamar y preguntar, no pierdes nada, pero aquí no tengo el número teléfono de mi nieto que vive allí, si quieres me acompañas a mi casa y te lo doy. Aquella mañana Amelia, de ochenta años y María, una triste muchacha que buscaba habitación, la pasearon juntas de tienda en tienda, después ya en la casa tomaron achicoria con leche y unos bollitos de crema. María le contó la desastrosa relación que había mantenido durante casi un año con su novio. Amelia le agradeció mil veces la compañía y la conversación. Y al llegar la hora de la comida, se despidieron. María con el número de teléfono de Vicente y mucho más aliviada llegó a su piso que estaba encima de la panadería y que en unos días tendría que dejar. Su exnovio no vendría hasta la noche. No hizo ninguna llamada, no preparó comida, dejó la barra de pan en la cocina y se sentó al lado de la ventana a observar la gente pasar. Cuando el sol se estaba escondiendo y las farolas encendiendo, como una autómata feliz preparó su maleta, eligiendo sólo lo que más le gustaba y escribió una nota que dejó al lado de la barra de pan. “He encontrado pareja, alguien mayor que yo, que me escucha, que me atiende, que se preocupa por mí. Voy a emprender una nueva vida, mucho más feliz que contigo, estoy segura... María, se arregló como si fuera domingo por la mañana y con su maleta ligera de peso dio la vuelta a la calle y llegó a la casa de Amelia. Cuando la anciana oyó el timbre pensó en su nieto y cuando le dio al abridor de la puerta, gritó: Si vienes, cariño, a estas horas es para quedarte a vivir conmigo, ya lo sabes. María contestó: Eso ni lo dude. Por cierto, ¿cómo se llama usted?
____________________________________________________________________________ Benita Campos.

lunes, 17 de mayo de 2010

... Fagre soqui solamido a califotrimangui.

Era la última moda de los curas snobs de los setenta, a la que Don Eulogio, nuestro párroco, quiso apuntarse enseguida. Así que, siguiendo la novedad, cambió la forma habitual de confesar: Ahora, después del “sin pecado concebida” era él quien te empezaba a preguntar directamente, ya saben: si has hecho esto o aquello, el pecado, la falta o la omisión. Y los confesantes, o sea la fila de niños blandengues de todos los domingos, respondíamos solamente que sí o que no. Aquella nueva fórmula, que en principio podía ser más llevadera para los pecadores compulsivos e incluso para los corrientes, para mí fue un serio problema, porque el padre Eulogio tenía una imposible lengua de trapo y yo un oído de tapia. A él se le enmarañaban las palabras y del fárrago inquisitorial yo sólo entendía las primeras … “Has hecho..?” pero nada del resto “…fagre soqui solamido a califotrimangui?” ¡Qué dilema, Señor!. El cura preguntaba, yo veía sus ojos afiladísimos flameando en la oscuridad del confesionario… y sin valor para pedirle que me las repitiera, a la primera pregunta respondía “sí”, luego “no” dos veces, después un par de siés, así al tuntún. Y una vez, no sé qué demonios me preguntó, que yo dije que sí y él se puso muy rojo y de pie y empezó a sudar y le oí que gritaba “¡¡¡¡¿cómo que sí?¡¡¡¡”. Luego levantó la cara y las manos a la bóveda de crucería, y rogó “Oh señor, perdona a este…. pamerangueri somelifrogui pondepés”. Y me mandó de penitencia millones de padresnuestros y de mortificación su dedo clavado en mi nuca y el matraqueo de su voz a mis espaldas. No volví a confesarme, pero desde ese día la imagen de don Eulogio me perseguía siempre y un sentimiento agobiante de culpa constante me afligía el pecho. Procuraba no encontrármelo por la calle pero era imposible en un pueblucho como aquél y además él parecía que me buscaba por encima de todas las cabezas hasta encontrarme, me lanzaba su mirada de fuego que me quemaba y que parecía decirme “ah, te encontré terrible pecador, pagarás en el infierno el espantoso pecado que cometiste”. Yo no pude desprenderme de la presencia de don Eulogio ni del sentimiento de culpa durante el resto de mi vida, pero no hace mucho quise armarme de valor por una vez y buscar a don Eulogio para explicarle por fin la historia y aclararle el error. Me enteré que don Eulogio llevaba dos años en el asilo. Fui a verlo, me emocionó su estado calamitoso, ya no pronunciaba palabra y en su demencia no me reconoció. No pudimos hablar de mi desconocido pecado, pero al irme me acerqué a su oído y le prometí bajito que nunca jamás volvería a cometerlo. _________________________________ Luis Foronda.- ______________ Dibujo de Nono Granero.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Revolución en el Museo Arqueológico

Hay quien dice que el Arte, más que por Evolución, se desarrolla por Revolución. Y yo, en buena medida, estoy de acuerdo.

Pero cuando hablamos de Revolución hay que tener cuidado: no se trata de imaginar muchachas valientes con el pecho descubierto encabezando asaltos y sorteando barricadas, ni tampoco de arrojar materiales con violencia buscando epatar o espantar a personas tranquilas que asocian el arte al buen gusto de que hacen gala las figuritas de Lladró.

Hablo más bien de otro tipo de revoluciones. De las que daban, por ejemplo, los discos de vinilo, que eran capaces –eso sí que era estar comprometido- de hacer hasta 45 por minuto.

En serio: la revolución no es más que un giro, una vuelta de las cosas. Un aprovechar el movimiento de rotación para convertir el viaje de vuelta en uno de ida. Un saberse continuador para desde esa postura aprovechar lo ya recorrido.

Y viendo exposiciones como la de Juan Miguel Bueno, con su apariencia tranquila y apacible, se descubre enseguida, bajo el aspecto suave y callado que envuelve su trabajo y el entorno en que se muestra –el Museo Arqueológico de Úbeda, ampliando nuestra ruta para el arte de hoy-, el rumor cíclico de las revoluciones bien entendidas.

Porque la máquina del Arte gira impulsada por los movimientos de vaivén de un émbolo que tan pronto parece avanzar como retroceder, pero que no hace sino nutrirse del fuego de otras anteriores, aprovechando inercias y recorriendo en nuestros ojos caminos para los que otros pusieron vías.

El artista, empleando un término que yo le conocí a Nietzsche, no ha de pretender ser causa primera. Cuando tiene esa aspiración juvenil, demuestra valentía, sí, pero también desconocimiento. Y pueden írsele las fuerzas en combates vistosos con los que ganar tierras variadas y coloridas que ya nos pertenecían sin que él lo supiera. No. El artista debe reconocerse como causa segunda, como pieza del engranaje. Y desde esa posición, estudiar el funcionamiento de la máquina y el recorrido que propuso hasta ahora. Apoyarse en lo logrado, pero no repitiendo, sino entendiendo, que es una manera especial de apoyarse, porque nos arma para futuras conquistas.

Será así como llegue a hacer propios lenguajes antiguos y los lleve de viaje a sitios nuevos, a pasar los límites en que fueron concebidos.

Aquello que nos es familiar hace así de guía para un mundo ajeno y fantasioso, poblado por seres con los que percibimos que nos unen vínculos que, aunque aparecen como pequeños detalles accesorios son, en definitiva –tal y como pasa en nuestra vida cotidiana-, los que nos definen como miembros de una idea.

Y de ese amor por el detalle pueden nacer, como en estos trabajos, mujeres del agua albergando ciudades entre sus muslos, haciéndo música con ánforas, dejándose guiar por ermitaños, o meciéndose en los sueños que provocan las luces entremezcladas del sol y la luna simultáneamente floridos.

E hipnotizados con el runrún de la rueda conocida, nos dejamos meter en los tamaños pequeños que susurran delicadamente para que las palabras o las imágenes queden recogidas en la caracola de nuestros oídos y puedan crecer más tarde. Echarán a rodar de este modo la maquinaria de nuestros propios sueños, calladamente, haciéndonos parte de un mecanismo común que, siempre que prestemos oídos a la cultura de la que venimos, nos ofrecerá pegasos en los que recorrer un mundo que se hará recién nacido gracias al último giro, a la próxima revolución.

Nono Granero.

“Alma mudéjar”: Pinturas de Juan Miguel Bueno. Del 30 de Abril al 13 de Mayo de 2010, en el Museo Arqueológico de Úbeda.

lunes, 10 de mayo de 2010

CERTIDUMBRE DEL AMOR

A lo que más teme la margarita es a la incertidumbre del amor. Llegan los enamorados, solitarios pánfilos, a la floreada extensión de la pradera y alargan su mano, llena de preguntas, al tallo de la flor. Con un gesto simple, siegan sus expectativas de primavera eterna y luego le acercan los dedos, convertidos en pinzas, que extirpan sus hojas en un devenir de síes y de noes: …Sí me quiere, no me quiere. Pero ay, la margarita es también un ser que ama en silencio. Nuestra margarita se despierta cuando las pequeñas gotas de rocío tiemblan en la punta de sus hojas y ensayan pequeños suicidios y acrobacias de circo lanzándose al vacío de la hierba. Nuestra margarita sueña cada mañana que la abeja se le acerque y que recoja sus pólenes con besos de seda. Desearía la margarita que la abeja que ama permanezca a su lado, pero ella se marcha siempre a sus obligaciones de colmena. Así, cuando una mañana de mayo, un muchacho enamorado lleno de dudas alarga su mano para arrancar la margarita, ella tiembla de pánico, pero de repente el enamorado retrocede y grita, la abeja aparece zumbando y clava su aguijón certero en la mano del muchacho, que huye. La abeja luego va cayendo a los pies de la flor en un remolino de amor y de muerte. Así es la primavera y como esta historia se repite constantemente, es por eso que en la floreada extensión de la pradera siempre brillan las hojas blanquísimas de las margaritas, repletas de síes. ... ... sí me quiere, sí me quiere, sí me quiere. ______________________________________ Luis Foronda ___________ Dibujo de Nono Granero

jueves, 6 de mayo de 2010

"Artelnando"

Cuando, por fin, la primavera estalla. Cuando el frío húmedo nos parece ensueño lejano o bruma borrosa de despertar y la luz nos empuja lejos de la penumbra recogida y el calor del brasero, uno comienza a moverse y a sentirse como un gorrión entre semejantes.
Parece que crecemos enérgicos como las hojas del jazmín y envueltos en azahares nos transformamos en bandadas de pájaros frenéticos que se persiguen en arabescos, y se juntan a piar como quien ríe, contentos porque, una vez más, apareció la luz en mitad de la tarde y la hizo larga.
Debe ser por eso que el cuerpo se nos impone, y nos alienta a huir de sitios recoletos, a buscar el paseo y a reconocernos en esas otras personas que también dejaron atrás el jersey gordo para salir a darse el encuentro, abandonando casas y faldillas.
Son los días así como de fiesta y no apetece recogerse en lugares de penumbra sosegada. Ni apetece la calma atemperada de la sala de exposiciones, ni su deambular pausado mientras bulle la sangre a contratiempo.
Pero ni siquiera en momentos así, dejamos de hablar de arte.
Porque existen, afortunadamente, lugares que entendieron en su día que en medio de la algarabía, el vaso largo y la conversación animada, también tienen su hueco artistas que, jóvenes como estos mismos días que nos envuelven, encontraron acomodo en sus paredes..
Así que hoy os propongo visitar, alternando con júbilo, dos de esos lugares.
Comencemos tomando unas cañas en La Taberna: allí, después de la redecoración que el local ha acometido, se han planteado la posibilidad de aprovechar las paredes para estimular nuestro paso con propuestas artísticas recientes. Ahora mismo, tenemos la oportunidad de paladear la obra de Laura López Ruiz, con sus íntimos fetiches y su repaso sobrio a nuestros pies, a los que levanta a la altura de los ojos y en los que encontraremos contrastes de café duro y carnalidades densas.
Y después, si os encarta, podemos bajar al pub La Beltraneja, a tomarnos una copa relajada. Allí, desde la penumbra de sus paredes de piedra, Manuel Cano nos provoca con gritos de acrílico en ciudades vibrantes, con personajes de aristas nerviosas y formatos de tótem para cuerpos y figuras que quieren hacerse nuevos iconos habitando espacios que nada tienen de sagrado.
Hoy son ellos, pero, pronto, serán otros. Y así, los lugares de siempre se convierten en sitios renovados periódicamente que no dejan de estimular nuestra mirada y nuestra conversación. Y navega la pintura sobre mares dorados con burbujas, o atraviesa océanos de color fucsia entre los icebergs de nuestra copa.
Qué mejor manera de hacer que el arte arrope y acompañe nuestras ganas de vida y comparta su ritmo con el que a nosotros, hoy, nos bulle por todo el cuerpo.
Nono Granero
Exposición de Óleos de Laura López Ruiz, en “La Taberna”, hasta el día 22 de Junio.
Exposición “En Acrílico” de Manuel Cano, en el pub “La Beltraneja”, hasta el 3 de Julio.

sábado, 1 de mayo de 2010

EL ELEGIDO

__ Esa mañana, antes de despertarse, Benigno Tarasca sintió el dedo de Dios tocando su frente y una voz que le decía: “Hijo mío, hoy es tu gran día: Podrás realizar la mejor acción en beneficio de la humanidad.” Se entiende que Dios, en su magnífica bondad, elige a una persona, de vez en cuando, para que, con la ayuda divina, realice una acción única, memorable, maravillosa, que repercuta de manera altamente conveniente a todos los intereses humanos. Benigno Tarasca se despertó con la voz de Dios todavía resonando en su cabeza, extendió el brazo, encendió la luz y abrió los ojos. Se quedó pensando boca arriba en la cama, había sentido el dedo de Dios y había entendido su mensaje: El elegido era él y aquél era su día. ¿Qué podía hacer para no defraudar las expectativas divinas, que acción podía realizar para ayudar de una manera palmaria y asombrosa a toda la humanidad?. Como Benigno Tarasca se conocía, no podía imaginarse a sí mismo surcando cielos, navegando mares, recorriendo caminos, repartiendo alimentos, apagando guerras, alimentando paces, curando enfermedades, aniquilando hambrunas o regalando felicidades. Como Benigno Tarasca se conocía a sí mismo, no podía imaginarse coloreando sombras, disolviendo amarguras o enervando corazones. Ya está, se acababa de dar cuenta, ya sabía perfectamente lo que iba a hacer ese día, la mejor acción de todas en beneficio de la humanidad. Como se conocía a sí mismo, Benigno Tarasca se dio media vuelta, cerró lo ojos, extendió el brazo y apagó luz. ______________________________________ Luis Foronda. Dibujo de Nono Granero.