lunes, 2 de noviembre de 2009

Un cartógrafo en el Laberinto

En la escuela me dijeron un día –no recuerdo ya quién fue, pero estaría de paso-, que era más difícil saber preguntar que saber responder. Yo, ufano con los sobresalientes que me guardaba en el bolsillo cada vez que decía lo que debía, no entendí entonces ese consejo, claramente contrario a lo que allí se practicaba. Pero veo hoy en televisión a una persona que se tendrá a sí misma por periodista, encarar a otra y espetarle: -“Entonces, ¿después de la tempestad viene la calma?” La mirada del entrevistado no sabe si tomar el camino de la indulgencia o el del desprecio. Pero yo reconozco, una vez más, bajo la apariencia del que busca una cierta verdad, a otro terrible Empequeñecedor de Mundos. Uno de ésos que, para mantener una conversación siempre tiene en cuenta que no hay que buscarle los tres pies al gato, ni meterse en camisa de once varas, sobre todo si convenimos en que todo el pescado está ya vendido y, por tanto, no hay más leña que la que arde. Es en momentos así, cuando se echa especialmente de menos a personas como Juan Antonio Ramírez, que murió el pasado Septiembre. Yo lo conocí, como a tantos otros que vendrán esta temporada por La Librería, porque vive en una de las baldas de mi estantería. Desde allí se empeña, aún hoy, en confirmarme que, como decía Robert Graves, el poeta siempre tiene una pregunta más. Y otra después. Juan Antonio Ramírez es –y no utilizo el pasado, por la virtud de los libros-, un Teseo capaz de manejar treinta hilos de Ariadna para hacerse una bufanda mientras sale del Laberinto. Un paseante que disfruta encontrando una piedra y preguntándole sobre su aspecto estético, sabiendo que obedece a diez mil años de historia y geología. Una abeja obrera que liba en cien flores distintas para fabricar un polen con el que nutrir artísticas hambres incipientes. Si Duchamp fue alguna vez, para mí, el artista más revolucionario del siglo XX, lo fue gracias a “Duchamp: el amor y la muerte, incluso”, un libro tan exhaustivo sobre su obra que casi se convierte en uno más de sus habituales manuales de uso. Y si Picasso no dejó de elevarse ante mis ojos, se debió, en parte, a las observaciones que Juan Antonio desarrolló, con pluma de mercurio, en el capítulo “Historia de unas lágrimas”, que incluye el libro “Corpus Solus”. Pero hubo –hay-, mucho más en cada uno de esos textos y en otros artículos que, dispersos aquí y allá, entreveraban revistas de arte y en las que, siempre, destacaba su manera sencilla de reunir, en un mismo espacio, al murciélago y al pupitre de Alicia. Así que hoy, en tiempo de Santos y Difuntos, vaya un lamento por su pérdida, al tiempo que un brindis por su ejemplo. Yo, por mi parte, apostaré por seguir pensando que la costa no es redonda, que una dendrita y un cocotero deben tener algo en común más allá de su número de letras, y que el arte no es más que un juego de preguntas encadenadas a las que sienta mal el eco. Eso sí: asumiré que, en lo sucesivo, no me van a poner más sobresalientes. Nono Granero -Duchamp: el amor y la muerte, incluso. J.A. RAMÍREZ. Ed. Siruela, Madrid, 1993. -CORPUS SOLUS. Para un mapa del cuerpo en el arte contemporáneo. J.A. RAMÍREZ. Ed. Siruela, Madrid, 2003.

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