sábado, 21 de noviembre de 2009

Fumando espero.

Carmen fuma en la acera. A las diez en punto, expulsada del paraíso de la mesa del despacho, se sale a la puerta de la calle y enciende el primer cigarro del día al relente de la mañana. Esa bocanada de humo, tan deseada, llena sus pulmones de un calor exiguo que le devuelve a la realidad de las cosas, se estremece un poco y entonces piensa que tal vez debería haberse puesto el abrigo. Es morena, de pelo corto, muy guapa, algo menuda y muy inquieta. Da pasos cortos, recorriendo los dos metros de escalón del edificio de oficinas en el que trabaja, como si anduviera por un desierto diminuto en el que va purgando su condena. En medio de ese nerviosismo se adivina una mujer elegante, que viste con cierto estilo y que, seguramente, ya pasa de los treinta. Entre el humo que asciende por su cara, brillan unos ojos negros, vivísimos, que miran a todos sitios pero que en realidad ven para adentro, porque siguen trabajando, como si no se permitiesen un segundo de descanso en el ominoso pecado de la nicotina. Manuel la observa todas las mañanas desde la cafetería de enfrente, una cafetería libre de humos, limpia de cenizas, con las paredes llenas de carteles que lo prohíben todo. Manuel también pasa de los treinta y es un hombre de modales pulcros, ajustados al monótono ejercicio de la abogacía. Cada mañana él la observa parapetado detrás de la cristalera inmaculada, la ve rodeada por la gente que llena las aceras, envuelta en la vorágine de los automatismos. Manuel no fuma, dejó de hacerlo hace cinco años, cuando una angina de pecho lo tuvo con una pierna en el más allá. Desde el primer día que vio a Carmen fumando en la acera, se sintió fascinado por ella. De horarios precisos, ahora Manuel sale de su despacho a desayunar cinco minutos antes de las diez, para ocupar el mejor sitio al lado del cristal. Cuando ella aparece y enciende el cigarro de esa forma, cuando aspira el humo y mira un momento al cielo, él se siente incapaz de apartar la vista y permanece así, mirándola hipnotizado. Piensa que la ley antitabaco a él le ha sentado estupendamente, porque le ha dado la posibilidad de conocer a la mujer de su vida, esa misma mujer a la que ahora ve arrojar la colilla al suelo, pisarla con la suela de su zapato de marca y regresar a la legalidad de su despacho. Muchas veces ha pensado en acercarse a ella y decirle algo, pero un estúpido pudor de adolescente se lo ha impedido. Hoy, sin embargo, después de algunas semanas de dudas, ha decido hacerlo. Ha ido al estanco y ha comprado un paquete de tabaco. La ha esperado en la misma puerta del edificio. Puntual como siempre, Carmen ha aparecido buscándose ya el tabaco en los bolsillos. Entonces él le ha ofrecido un cigarrillo. Le ha dicho, así, de golpe: “Permíteme que te ofrezca uno. Desde hace meses te he visto fumar aquí todos los días, a esta misma hora y como a mí tampoco me dejan fumar en el despacho he pensado compartir estos minutos contigo”. Después de cinco años, Manuel enciende su mentira y se la fuma al lado de ella, buscando una verdad que la enamore. Se han presentado y durante cuatro minutos han hablado de lo mal que se han puesto las cosas para los fumadores, de la vergüenza de salir a mostrar los vicios a la calle. En ese coito apresurado con sabor a rubio americano, los dos alcanzan el éxtasis al unísono cuando pisan la colilla del otro y se miran en silencio. Después él se despide ilusionado hasta mañana y ella le responde: -No, perdona, es que mañana ya no salgo: He decidido dejarlo.
Carmen regresa al paraíso y Manuel se pierde por el infierno de la avenida. Unos pasos después, derrotado, se hurga en los bolsillos y antes de llegar a su trabajo, enciende otro cigarro. _________________________________Luis Foronda.- Dibujo: Nono Granero.

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