miércoles, 26 de enero de 2011

Vuelan alto pajaritas de papel

Hoy, como hace tiempo de recogerse en el brasero, y llevamos bastante sin pasar por nuestra estantería, traemos aquí un volumen que, en lugar de hablar de obras de arte, lo es en sí mismo. Ya hemos defendido aquí la categoría de obra original que habría que dar a los libros ilustrados y hoy hacemos extensiva esa consideración a los cómics. Porque su forma comparte la del libro: ése es su medio y ésa su potencia. Pero también porque además conmueve el que hoy traemos con ese punto de mazazo –esta vez callado y humilde, pero no por eso menos efectivo-, que Kafka deseaba ante la tapa semejante a un altar en el que sacrificar ideas y expectativas para obtener conocimiento y emoción.

“Puedo […] asegurar que, aunque parecieran unos pocos segundos… mi padre tardó noventa años en caer de la cuarta planta.”

Así acaba el breve prólogo con que se abre “El Arte de Volar”, una obra maestra del cómic que me ha sorprendido estos días gratamente por lo intenso de su peripecia y por las cotas de intensidad a que llevan al lector Antonio Altarriba, transformando en guión la vida de su padre, y Kim haciéndola visible.

A partir de ahí, del momento en que el protagonista elude la vigilancia de la cruel residencia de ancianos en que se halla internado y se lanza a volar, cada planta que recorremos con el suicida en su caída supone la memoria de un tiempo concreto de su existencia. Y vislumbramos en sentido descendente, con el tiempo ralentizado hasta adecuarlo al ritmo de la memoria, una historia callada, silenciosa, sin grandes acontecimientos ni asomo de epopeya. Asistimos a una vida que se antoja reflejo y síntesis de la de miles de personas que compartieron tiempo y peripecias.

En ella se entrecruzan otras personas que entran y salen (como en El Túnel de Sábato), que ofrecen y que niegan, que acorporan y acompañan o que restan fuerza y dan resabio verde. Personajes en que cristalizan nuestros amigos de infancia como ejemplo de lo soñado entonces y personajes que recuerdan a alguno de esos maestros que, cuando era pequeño, repartían mala baba queriendo hacernos creer que la crueldad en que se recreaban era en realidad ejemplo de prudencia y sabiduría destilada por los años.

Vuela la historia a cada página que pasa y nos hace acelerar como un cuerpo que contempla lo inminente de la caída. Y tomamos tierra de la mano de un guión que dosifica con sabiduría cuanto narra, trufando sorpresas agradables y asomos de futuro en la grisura doliente de la guerra y de la época. Y en medio de ese rasante que elude la amabilidad sin caer en lo desagradable, aparecen brillando muy de cuando en cuando, como joyas preciosas, destellos de metáfora y de invención que hacen que, lo que percibimos de manera casi secundaria, lo que subyace soterrado en los comportamientos de los personajes, cobre línea y forma para explicar la realidad como sólo saben hacerlo la poesía, lo ficticio y lo inventado.

El dibujo térreo que adopta Kim para dar carne y ambiente al proyecto funciona así como doblemente efectivo, utilizando el símbolo para interpelarnos vivamente en la interpretación de lo que vemos, para sacudirnos una imposible modorra y para hacernos aún más conscientes de que lo oscuro no es sólo negrura, sino profundidad en la que es necesario penetrar.

Y pese a toda esta dosis de aspereza, late en el fondo de la obra el gusto por la vida y, sobre todo, una profunda convicción de que el sufrimiento no es algo necesario e inamovible, al menos ente las personas que, como nudos, conformamos la misma red. Una certeza de que existe la posibilidad de hacer que amables pajaritas de papel de regalo vuelen igual que aviones, tintadas únicamente por nuestra intención de hacer un entorno más colorido, ligero, comprometido y solidario.

El Arte de Volar. Antonio Altarriba y Kim. Edicions de Ponent. Alicante, 2010.

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