En medio de la dulce melodía del concierto, apareció la nota discordante. Tan ufana, vanagloriándose entre los músicos, bizarra, presuntuosa, sabiéndose protagonista. Pretendió el director silenciar a la nota discordante con un movimiento severo de batuta, pero no hubo manera, ella siguió campando a sus anchas, moviéndose tan a gusto entre los instrumentos de la orquesta. La nota discordante pasó del piano, al trombón, luego a la viola, al clarinete y al arpa. En todos ellos sonó incoherente y destemplada, grosera. Los músicos miraban sudando al director, que disimulaba con sacudidas convulsivas de brazos arriba, de brazos abajo e intentaba contenerla dándole nervio a los instrumentos de viento, trompas barruntando notas, músicos bufando, un céfiro que movía los flequillos de los filarmónicos y ponía una fracción de frío en las frentes de las féminas. El ejército de notas rodeó a la nota discordante que al verse acorralada comenzó vivace a soltar mamporros, las notas más armoniosas se rindieron enseguida ante los desafinos de la nota discordante y las cimbreantes aguantaron un tempo prudencial, pero no pudieron con ella, ni usando sus claves secretas, ni arrojando su arpegios y acabaron claudicando cuando la nota discordante sonó en la cuerda más fina del violín. Todas sucumbieron, do por dócil, re por remisa, mi por individualista, fa por fatua, ni sol en todo su esplendor pudo acabar con ella, ni la menor ni la mayor, ni sí que acabó negándolas a todas. Después de unos minutos, cuando el público comenzó a incomodarse en sus asientos, el director de la orquesta dio por terminado el concierto.
La gente se quedó en silencio, sin hacer nada, excepto una señora muy emperifollada de la primera fila que despertando de su sueño, aplaudió entusiasmada. Y la nota discordante, claro, acabó entre sus manos aplastada.
Luis Foronda.
Dibujo de Nono Granero.
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