sábado, 27 de febrero de 2010

Los libros de arte y otras adicciones

Me asombra que haya cada vez más voces que proclamen lo importantes, necesarios y sanos que son los libros y la lectura. Yo, a veces, no estoy tan de acuerdo. Y me da por pensar que, en los libros, a modo de tejuelo, deberían poner una advertencia similar a la que acompaña a los paquetes de tabaco: leer –o mirar- este libro puede provocar adicción.

Me ocurrió el otro día, al ir a tirar una simple revista vieja: pasé las hojas rápido por si había algo digno de ser rescatado y en un rinconcito, con un tamaño de no más de 4 centímetros, me miró la foto de un rothko.

No le di entonces más importancia. Pero a las dos horas, volví a la caja de los papeles usados y rescaté la revista y arranqué la página en la que venía la reproducción, porque no me la podía quitar de la cabeza.

Y pensando en ella me levanté al día siguiente. La foto era demasiado pequeña, para ser un rothko –me decía. Yo sabía que tenía alguna de mayor tamaño en algún sitio, de manera que no paré hasta revolverlo todo (libros, carpetas, revistas y recortes), en busca de una reproducción que me calmara ese ansia creciente de apreciar mejor su trabajo. Y encontré una excelente, a toda página, en uno de esos libros que hacen doblarse a las baldas, sean del arte o no, con unas transparencias de color que parecían vibrar como pintadas de verdad.

Pero no fue bastante: quería más. Así que busqué otro poco y saqué una pequeña monografía de Taschen. Después, tropecé con unos escritos del propio Rothko. Y luego, con un catálogo en el que venían algunas imágenes pequeñas más...

Ahora –frente a un montón de libros y revistas que casi me impiden trabajar sobre la mesa-, siguen estas obras llamándome insistentemente para que las mire de nuevo, para que intente pasar por alto las imperfecciones de su reproducción y dialogue con ellas en profundidad. Y como no dejan de imprecarme, he tenido que recurrir a un truco:

Utilizo entonces las reproducciones como trampolines con los que saltar a mayores fantasías. Elijo una, leo su tamaño, y proyecto la escala correcta frente a mí; después, me coloco a los cuarenta y cinco centímetros que su autor recomendaba como distancia ideal para ver estas obras de tamaño respetable. Y empiezo a mirar al frente y alrededor. Es curioso, porque ahí situado, no puedo ver más que cuadro. Ni siquiera puedo abarcarlo completo.

Entiendo ahora que sus límites aparezcan siempre como al desgaire. Entiendo también su relación con los románticos del XIX y el puente que trazaba Rosenblum entre los autores de los Estados Unidos de la segunda mitad del siglo XX y los paisajistas alemanes que buscaban lo sublime incluyendo pequeñas figuras en paisajes soberbios y tempestuosos. Entiendo la intención de Rothko de buscarme a mí, a cada uno, de incluirnos como a los actores del drama de que hablaba en sus primeros trabajos; de hacer que seamos, directamente, la persona pequeña en el horizonte del lienzo. Rothko continúa así el programa de artistas como Manet, como Degas, o como Picasso, que nos ponen en relación directa con lo que nos muestran, que nos sumergen literalmente en sus mundos y prescinden de intermediarios o de coartadas.

Voy después a la ventana, descorro la cortina y compruebo que ando en medio de una de sus últimas obras: Veo los grises desdibujados por el agua, las veladuras de nube que ocultan cielos y montes pasando como cortinas de gasa; veo una luz átona y unas sombras escondidas; y entiendo que las olas monótonas que empequeñecen el horizonte no son tales, sino vaivenes que rozan con sensualidad rítmica mis oídos y mi nuca.

Olvido así la tristeza empapada y húmeda de esta lluvia persistente que últimamente no nos abandona, y me siento como un Dante feliz al que Rothko, convertido en Virgilio, acaba de mostrar la luz de lo que no entendía, la cara de lo que parecía únicamente cruz, utilizando como medio un cuadro que, paradójicamente, jamás he visto de verdad.
Rothko. J. BAAL-TESHUVA, Ed. Taschen, 2006
La realidad del artista. Mark ROTHKO. Ed. Síntesis, Madrid 2004.
La imagen corresponde a la obra Sin título, 1969; Acrílico sobre papel sobre lienzo. 193 x 122 cms.
Nono Granero

domingo, 21 de febrero de 2010

En el centro del ciberespacio.

Paco Rúter navegaba por los mares aburridos de la red cuando se desplegó una ventanita en la esquina inferior derecha de la pantalla de su ordenador. “Has recibido un nuevo mensaje de correo electrónico de Carolina”. Carolina era una compañera de trabajo, una chica estupenda desde luego, a la que Paco Rúter había elevado a la condición de única protagonista de sus ensoñaciones más eróticas. Pinchó y abrió el correo. Decía solamente: “Te quiero”. Paco Rúter, alborozado, con el ratón dándole brincos, respondió enseguida. Escribió un correo con una concisa respuesta: “Yo también”. Y casi en el mismo momento en que le dio a enviar, apareció otra ventanita en la esquina inferior derecha. “Has recibido un nuevo mensaje de correo electrónico de Carolina” Paco Rúter lo abrió, decía: “Perdona, pinché por error tu nombre en la carpeta de contactos. El anterior mensaje iba dirigido a otra persona.” Y como Paco Rúter ya había enviado su correo, quiso deshacer el desaguisado y escribió otro inmediatamente que decía: “Perdona, yo también pinché por error tu nombre en mi carpeta de contactos. Mi respuesta iba dirigida a otra persona.” La bandejas de entrada y de salida se estremecieron entonces, y se mantuvieron a la expectativa, vibrantes y ansiosas por mandar y recibir. Más tarde, después de unos minutos de tensión, en el centro del ciberespacio, se cruzaron dos correos idénticos que preguntaban: “¿A quién?” ..................... No hubo respuestas. Paco Rúter esa noche soñó de nuevo con ella y ella, esa noche, no paró de enviar mensajes. ____________________ Luis Foronda. _______________________________ Dibujo de Nono Granero.

domingo, 14 de febrero de 2010

Historia de amor con máscara.


Qué fea era Daniela, la jodía. Ay Daniela, Daniela, Daniela. Enclaustrada por fuerza de su fealdad, Daniela bisoja y cejijunta, Daniela eterna suspirante de segundos, Daniela en casa, puertas cerradas, ventana entreabierta, leyendo novelas de amor, esperando cada año la llegada del carnaval, la oportunidad, la única oportunidad de poner los pies en la puerta de la calle, con su máscara de porcelana, mezclarse así entre el gentío sin que nadie la sospechara, acercarse así a los mozos, insinuarse así y hablarse así, tocarse tal vez así. Ay Daniela, ya en la calle, el último día, a ritmo de charanga, careta en rostro, caderas poderosas, risa contagiosa. Viene un muchacho hacia ella también disfrazado, con la cara tapada, le habla y el susurro de sus palabras con la cadencia de la solfa, la atonta, la calienta, la embriaga. Ay Daniela ya en los brazos del macho, en el cuarto del hotel, desnudándose deprisa, pero… ¡quietos, las máscaras no, las máscaras no! …entreguémonos al amor con el rostro cubierto y el cuerpo despojado, por favor. ¿Así?... Así, el carnaval en la calle, la carne en la cama, exhaustos los dos embozados de porcelana y sudor, culminan el acto y se quedan dormidos. Al rato Daniela se despierta y piensa en irse de allí cuanto antes, sin hacer ruido, pero le puede la curiosidad, y aprovecha que el muchacho duerme para quitarle la máscara. Que feo es el jodío, seguramente más feo todavía que ella, bisojo y cejijunto, verruga y alforza. Ay Daniela que sonríe y que siente que acaba de encontrar al hombre de su vida, que “fea con feo feliz me veo” y ya no quiere irse, sólo desea seguir abrazada a aquel pedazo de feo. Ya no teme, se quita la máscara y se duerme otra vez sobre el pecho de su hombre. El hombre se despierta luego y descubre horrorizado que la máscara se le ha caído mientras dormía, ¿lo habrá visto ella? No, por Dios. Se levanta en silencio, se viste rápido, no vaya a ser que ella se despierte y lo vea así, a careto descubierto. Antes de salir, ya en la puerta del cuarto, le echa un último vistazo lánguido a la mujer que duerme bocabajo. Suspira y se marcha. Daniela despierta luego y busca a su feo por las cuatro esquinas de la cama pero no lo encuentra, se le ha ido. Vaya. Se entristece, recoge sus cosas, se viste, se coloca la máscara y sale a la calle cuaresmal de la misantropía. Ay Daniela, Daniela, Daniela, la que siempre se consuela. Bah, en cuatro suspiros volverá el Carnaval. El tiempo vuela. __________________________________ Luis Foronda.- Dibujo de Nono Granero.-

lunes, 8 de febrero de 2010

El hombre que camina

Viene un hombre caminando por la acera de Seymour Street. Sin sombrero y sin paraguas, con la frente despejada y dispuesta contra la lluvia. Tan alto y tan delgado, mermando su desgarbada apariencia con la elegancia de sus pasos que apuntan a un lugar indeterminado, y que sin embargo, son pasos que huyen, pasos desvanecidos en la niebla de la culpa. El hombre que camina, como todos los hombres que caminan, arrastra, tras su paso firme, una historia oscura de bronce fundido. El hombre que camina regresa de la suite del hotel Ascott, en la que acaba de asesinar a su esposa Pauline Parker y al amante de ésta, el multimillonario escocés Jonh Shalmon, heredero de una enorme fortuna y poseedor de una de las más valiosas colecciones de pintura y de escultura del mundo. Pauline Parker abandonó hace dos semanas al hombre que camina y se lanzó a los brazos del multimillonario en un mismo parpadeo. Pauline Parker no aguantó aquel matrimonio de penurias, ni la vida miserable que llevaban, ni la grisácea perspectiva de un marido pobre y en paro. Prefirió los placeres del lujo y del arte. Hoy, el hombre que camina, en un arrebato de siderurgia, se ha presentado en el nido de amor de su esposa y del millonario escocés y ha disparado su arma contra ellos, dejándolos muertos sobre las sábanas de seda. El hombre que camina regresa ahora por Hyde Park. Atraviesa los jardines bajo la lluvia y el suelo se le va pegando a su conciencia. De repente sus pies se quedan atrapados en el barro, como en un mal sueño. El barro luego se vuelve bronce, paso estático y eterno. Y así, cautivo en la eternidad del espacio y del tiempo, el hombre que camina, es hecho prisionero y llevado por dos guardias a Sotheby’s, donde, en una puja sin precedentes, es vendido a un comprador misterioso por la nada desdeñable cantidad de sesenta y cinco millones de libras. ___________________ Luis Foronda.- ____________ Dibujo de Nono Granero.

sábado, 6 de febrero de 2010

Viendo pasar lo ineludible

Desde las baldas de La Librería no sólo vienen libros. Los libros, como montañas o lagos pacíficos a los que uno va en busca de sol, conocimiento y buena salud, son así una cosa estable, sólida. Pero en las baldas también anidan otras especies.
Las revistas, por ejemplo, son como aves viajeras, como caminantes que vienen de otro lado del mundo y nos traen noticias interesantes, extravagantes, chocantes y siempre distintas a las que generan nuestros pagos.
Y pueden anunciar buen tiempo o estaciones, como ocurre con la cigüeña de San Blas, que precisamente estos días debería hacer su aparición donde corresponda.
Las páginas de esas revistas especializadas –no, no me estaba refiriendo al HOLA-, son siempre un lugar para la sorpresa y el encuentro fortuito. Tras cada esquina del papel nos espera una imagen, una idea, una palabra detenida que puede abrirnos puertas desconocidas, desatrancar las oxidadas o, por qué no, quitarnos las ganas de probar nuestras llaves.
Hoy, desde esos campos horizontales que son las baldas verdes de nuestra Librería, viene una revista (el número 253 de LAPIZ), que hizo de cielo para sostener una única obra de Jochen Lempert, un artista del que sólo conozco la fotografía de más arriba. Pero que me es más que suficiente.
Se titula Anschütz (Cigüeña), es de 2006 y en ella eso es lo único que se ve.
Fotografiada “imperfectamente”, se sitúa haciendo equilibrios en el fiel de una balanza con un platillo de químicas y otro de físicas (dicho de otro modo: a caballo entre la fotografía tradicional que sabe de papeles, tiempos de revelado de grano y de sensibilidades y contrastes, y el dibujo que sabe de gestos e intensidades de grises, de presiones cambiantes y de dejar de decir.) Probablemente sea eso lo más interesante de esta imagen: sus vacíos, su espacio desnudo y su encarnadura: tan ligera, que parece contener el movimiento y nos hace dudar entre lo congelado y lo veloz.
Más se encarna que se sujeta en el aire. Más parece la agrupación azarosa de partículas elementales, conjugadas de forma caprichosa, que un animal completo con una intención. Está y no está, esta cigüeña, que parece japonesa, que parece transparente, que parece de papel de arroz.
La fotografía de Lempert está en los límites: eleva el grano a la calidad de textura y sugiere la mancha del ala en un gesto que no pudo hacerse. Pero no es Arte con mayúsculas esta fotografía por que se parezca a un dibujo trazado con carbón. Sino por otras razones de más peso que una ascendencia ilustre desde lo manual.
Tan natural como una gota de café sobre la mesa: tan rica, tan inevitable como que llegará la primavera. Es arte, porque es inexorable, ineludible. Es arte hondo esta fotografía, porque no puede uno objetar nada a su existencia, como tampoco podríamos hacerlo con una nube que se deshilacha y nos hace sentir como si nuestros ojos fueran líquidos que se desparraman por los cielos guiados por sus hebras. Es arte, en definitiva, porque usa el oficio para transportarnos a las brumas o al sol, a la calma o a la premura, porque refleja nuestra mirada cambiante y no se agota por mucho que la miremos. No contiene un mensaje ecológico, y, sin embargo, podría contenerlo con facilidad. No habla de evolución, ni de viajes, ni de igualdad, ni de derechos y, si quisiera, podría prestarse a sujetar ideas como éstas en sus alas difusas.
La miramos y sentimos el frío del aire sobre los árboles. Y en estos yermos inviernos de nuestros lugares, blancos por la nieve fría de la cultura escasa, esta imagen escondida en una revista se aparece como uno de esos pájaros exóticos o viajeros de que hablábamos arriba, en cuyas alas podemos recorrer parte de ese mundo que aún no conocemos y que, quién sabe si llegaremos a conocer algún día.
Nosotros, desde aquí, disfrutando su vuelo, seguiremos intentándolo.
Nono Granero

miércoles, 3 de febrero de 2010

"o don fatale"

Este domingo, Ernesto Vela nos contó el argumento y algunas anécdotas de la ópera DON CARLO de Giusseppe Verdi. Pudimos escuchar a la mezzosoprano Violeta Urmana, en la famosa Aria "O don fatale". Maravillosa