Preguntaba el robot la semana pasada acerca de los materiales tradicionales del arte, poniéndolos en cuestión a la luz verdosa de lo digital. Y aunque es costumbre en esa sección que yo no comente nada al respecto, algo voy a tener que decir, al hilo feliz de la exposición que recomendamos hoy.
Porque frente al machacón cliqueo del ratón o a la superficie deslizante de la tableta gráfica; frente al comando abreviado y a la luz de frente, hay herramientas que, como el libro que algunos hoy cuestionan, son inmejorables.
Cuento una pequeña historia que no sé si habré relatado ya en alguna ocasión: Dicen que cuando los estadounidenses comenzaron con sus paseos espaciales, se encontraron con un problemilla de ésos que parecerían tontos si uno no se encontrase flotando en el vacío. Resulta que allí arriba, en entornos de ingravidez, los bolígrafos no funcionaban. Si habéis escrito alguna vez la lista de la compra en el papelito que hay pegado con los imanes al frigorífico, también lo habréis comprobado: sin la ayuda de la gravedad, la tinta no cae.
Pues bien: tras investigar mucho –ya sabéis que a cosas como ésta debemos el velcro, una de los mayores hallazgos del mundo moderno-, diseñaron un bolígrafo “con corazón” ¿os suena el eslogan? Esa pequeña maravilla bombeaba la tinta, estuviese en la posición que estuviese.
Los rusos, en ese pulso espacial frenético que sostuvieron, también tropezaron con la misma piedra. ¿Cómo lo solucionaron, teniendo, según parece, menos presupuesto? Muy sencillo: utilizaron un lápiz.
Y es que el lápiz es, probablemente, la herramienta artística por excelencia, capaz de llevarnos cogidos de su mina a cualquier territorio.
Podemos comprobarlo en la exposición de Rubén Villagrasa que se muestra estos días en el Hospital de Santiago de Úbeda.
Fijaos qué sencillo y, a la vez, qué intenso: elige el artista un lugar en el espacio de su papel –que, además, no es un papel cualquiera: también los papeles proponen ideas y sensaciones-, y posa la punta de su lápiz para dar a luz a un punto inquieto y decidido. Éste comienza su camino trazando una línea recta en su avance preciso. Y, en un momento dado, quizá sin que se sepa exactamente por qué, el lápiz se detiene, elige otro punto y vuelve a comenzar una y otra vez, incansable.
Como un mantra mil veces repetido, la línea que nace y se para, que se coloca un poco más lejos e la primera, un poco más inclinada que la anterior, comienzan a convocar ecos y resonancias de espacio. Y comienzan a aparecer superficies que se entrelazan en un tapiz de recodos y recovecos por los que la mirada que todo lo seguía atenta, juega a entrar y a salir, a perderse y a encontrarse. Tejido, laberinto, tela de araña, poco importa. Lo increíble es cómo la labor callada y concentrada fuerza los límites de lo que va existiendo conforme se lo crea.
Y como los personajes de una novela que, ante la mirada estupefacta del escritor que los ideó, llega un punto en que se independizan y actúan de un modo insospechado pero inevitable, así el papel cede a las presiones cambiantes del lápiz, a sus gruesos caprichosos y a su rigor en lo imprevisto.
Y como la gota que horada la piedra; como el líquen que cubre esa misma roca y la envuelve con su red creciente de óxidos, va cambiando la obra de arte nuestra mirada paciente haciendo crecer en ella el gusto por la pausa o el devaneo.
Porque como bien sabía N’gué N’domo, la única manera interesante de hacer ruta es la de prolongarla perdiéndose a través de lugares inexistentes hasta el encuentro de nuestro paso con la ayuda voluble de esa aguja afilada entre puntos cardinales que es un lápiz curioso.
Nono Granero
Laberintos: 20 dibujos y 4 pinturas de Rubén Vilagrasa Valero. Hospital de Santiago de Úbeda, del 2 de diciembre al 9 de enero
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