sábado, 16 de enero de 2010

Elogio de la calma navegada

El viernes pasado vi en la tele, en un telediario, una breve nota de las que acostumbran a meter en ese día, que es, como sabemos, el destinado a las noticias de arte y cine para el público en general.
Un pintor, con mono blanco, cubo de pintura en la izquierda y brocha en la derecha, pinta, o construye, o improvisa, o crea, o arma –tengo dudas con el verbo adecuado-, una serie de cuadros –también tengo dudas con esta palabra-, a partir de lo que van tocando sobre el escenario que comparten, un par de músicos de jazz.
Y vistos los movimientos (y tengo que confesar que, más que vistos, fueron entrevistos, porque si bien es cierto que dan noticias sobre arte los viernes, la velocidad a la que las ejecutan nos lleva a imaginar que es algo que realizan contra su voluntad); vistos, en realidad, los aspavientos, pienso si realmente no será mejor que den la noticia así de corriendo, no vaya alguien a pensar que ésta es la manera en que se construye un cuadro.
El caso es que estas imágenes me han provocado un desequilibrio que ha atajado instintivamente el recuerdo de un librito pequeño.
Porque en las Baldas del Arte de La Librería, pasa también que los libros que más se hacen notar son aquellos que tienen gran tamaño, gruesos lomos, letras incandescentes o portadas escandalosas. Pero junto a ellos, ocultos, casi tímidos, hay otros cuyo valor no les va a la zaga.
Pasa así con el cuaderno-librito-catálogo que hoy revisamos: bajo una tapa sobria en verde, sin ilustración alguna, y con una delgadez que oculta lo jugoso de su interior, nos ofrece Fernando Zóbel tesoros tranquilos que gotean despertando rumores casi inaudibles, pero que perduran en lo hondo más que las rojas gotas de sangre de un millares o los gritos de torbellino nervioso de las mujeres de Saura.
Encontraremos en esta obrita una verdadera muestra, siempre callada, siempre pausada, siempre concentrada, del modo en que se lleva a cabo un trabajo intenso, serio, interesante.
Apuntes de formas y, sobre todo, de color, intenciones de vacío, pequeñas y delgadas líneas sobre las que dejar vibrar vegetaciones líquidas, rumores insistentes y ecos que desdoblan lo que vemos, haciendo que las orillas que dejamos atrás sean recordadas por las que vienen a continuación.
Rima Zóbel en sus obras los reflejos del agua, y hace de los blancos luces de un Leteo en que olvidarnos de cuanto no sea rumor y reverberación del agua.
Y, una vez limpios del ruido de nuestra vida pasada, nos conduce con este cuadernito por el curso de su aventura de pintor, como por recorriésemos las mismas entrañas de un río Júcar que pierde así su carácter local y se hace río ideal, referencia para siempre de los ríos que volveremos a cruzar en nuestra vida.
Hoy, como antídoto ante esas muestras falsas y veloces que insisten una y otra vez, como los malos anuncios, en que un cuadro se hace tan fácilmente como se consigue un préstamo personal, se eliminan las manchas de grasa o se cocina un pollo, os recomiendo esta obra que nos lleva, livianos y constantes, por el río que atraviesa la creación, y que sabe imprescindibles los remos de la contemplación, la observación y el silencio, si es que se quiere arribar a algún sitio interesante.
Para los que no, ya saben: un buen salto haciendo la bomba garantiza ese subidón de adrenalina que no sirve para nada y que te clava en el lecho limoso de un río que deja, por oposición al aspaviento, de fluir.
Nono Granero
Fernando Zóbel. Río Júcar. Museo de Arte Abstracto Español. Cuenca, 1994.

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