jueves, 29 de octubre de 2009

Notas para un Periplo Afortunado

En días de otoño como éstos, ventosos, inquietos y desapacibles, me gusta mirar al cielo al atardecer. Suele aparecer azul, limpio por el paso constante de nubes húmedas que parecen sacar brillo a su enorme superficie. Esas nubes que no dejan de ir y venir, de asomar por un lado y esconderse por el opuesto después de encogerse sobre sí mismas, de retorcerse, desgajarse, embeberse y volver a juntarse para crecer de nuevo, son precisamente las que hacen la visión interesante. Porque con cada evolución parecen amenazar la estabilidad de espejo de ese fondo azul. Y cada jirón aporta un acento, un foco de tensión nuevo cuando aparece. Entonces baja un poco el sol, y lo que era ligero se vuelve denso y lo que parecía agradable, se viste de sombra y se carga de amenaza. En días de otoño como estos, uno mira al cielo y encuentra historias que no necesitan de lenguaje conocido. Suceden los hechos sin que aparezcan palabras y en esos enfrentamientos y en esas carreras y tránsitos, cruzamos de lo vacío a lo lleno y de lo yermo a lo abruptamente ocupado. Asistimos, simplemente levantando un poco la cabeza, a acciones que se orquestan líquidamente en esa pantalla celeste y que pasan en segundos lentos de lo lírico a lo épico, de lo épico a lo dramático, y, a veces concluyen, como en una película o en un cuento, al llegar al reposo que da la acción consumada. Pero hay también días de otoño que no se mueven. El sol está cerca de nosotros y pica si queremos jugar con él, pero no ocurre nada más. El fondo del cielo no es entonces escenario, sino telón que impide ver lo que quizá ocurra detrás. En esos días, las historias, los estímulos para la reflexión o el goce, pueden encontrarse, como ocurre a lo largo de este mes, en otro lugar. Por eso volvemos a visitar la muestra “Exégesis de un Naufragio Continuo”, que cuelga Pedro Arias “Peris” en las paredes de la sala Pintor Elbo del Centro Cultural Hospital de Santiago de Úbeda. Porque con la misma despreocupación por imágenes excesivamente concretas, podemos enfrentar el desgarro, la búsqueda, el deseo y el fracaso, armados sobriamente con las armas propias del pintor en las superficies vibrantes de sus lienzos. Y como en el cielo de que hablábamos más arriba, encontramos ásperos trazos que cambian esa superficie temblorosa, que hieren unas olas hechas de pintura restregada y que desequilibran en su camino tanto la obra en la que se encuentran como los ojos de quien las mira. Salpica la pintura sobre la tela como el salitre en los rostros cansados. Mientras, aparecen frágiles esquifes hechos de raspados nerviosos, y avanzan y retroceden gigantescas pinceladas como nubes que amenazan nuestra travesía. Y al mirar las obras nos sentimos pequeños contemplando ese vaivén de gestos en la pintura del Peris, que es capaz, con su modo de hacer, de transportarnos a un punto indefinido del océano, situándonos frente a un vacío compositivo amenazado similar al del mismo horizonte del mar. Decían los chinos que el Emperador tenía que ser tan impredecible como la Naturaleza, para que se le imaginara inexorable como ella. Pues bien: estas obras se arman a sí mismas frente a nuestros ojos del mismo modo ineludible en que se forman las olas, de la misma manera en que esas nubes que mencionábamos antes construyen historias inevitables sobre el cielo. Y la pintura de Peris nos sacude como si fuera una lluvia fortuita que nos pilló desprevenidos, mirando el vacío del cielo. Nono Granero

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