domingo, 19 de junio de 2011

El arma perfecta


En el 36, durante el saqueo que se produjo a la librería Libertaria, el iletrado y un poco bruto Zacarías Castaño robó por azar el primer tomo de “El capital” de Carlos Marx, porque era gordo, tenía la tapas duras y le iba a quedar de maravilla en su estantería nueva. Lo cogió, se lo colocó en el sobaco y salió corriendo. Ni sabía de qué trataba, ni se preocupó de enterarse. Ni siquiera lo abrió. Acabada la guerra, un conocido falangista que gustaba de tomar café en casas ajenas, descubrió el libro en la estantería de Zacarías Castaño, se escandalizó, lo denunció y se encargó de que cayera sobre él toda la furia del Régimen. Entre los cargos que Zacarías Castaño escuchó estupefacto en el juicio estuvieron los de anarquista, comunista, agitador, revolucionario y desafecto a los sagrados valores de la patria. Total 10 años de cárcel por un maldito libro. Años tristes en la cárcel húmeda, sombría y pobre de Soria, que lo volvieron resabiado y taciturno.
Pero ya dice el refrán que si por un libro entras a la cárcel, por otro sales de ella.
El libro que sacó de la cárcel a Zacarías Castaño se lo facilitó su compañero de celda que se murió y lo dejó sin terminar. Se titulaba “El romancero hispánico” de Menéndez Pidal, cuyo simple título ya sonaba a arma arrojadiza. Zacarías Castaño, tomó el libro del catre de su compañero, lo sopesó con una mano y calibró sus posibilidades destructivas. Era un arma silenciosa, dura, pesada, resistente, discreta y hasta respetada. Desde aquel día no se deshizo del volumen ni un momento y todos, carceleros y presos, pensaron que de repente a Zacarías Castaño se le había presentado la Virgen. Hasta que una noche el vigilante de su celda, al ir a cerrarle la puerta recibió el soberano impacto del libro en medio de la frente y cayó desplomado. Zacarías Castaño, recogió el libro y se fue abriendo paso en silencio por los pasillos a librazo limpio. Accedió al patio y antes de que el último carcelero descalabrado adivinase sus intenciones, Zacarías Castaño ya había saltado el muro y corría calle abajo como alma que se lleva el diablo.
Y aunque siempre se sintió un hombre perseguido, Zacarías Castaño intentó rehacer su vida fuera de la cárcel de la manera más discreta que pudo. Se casó y pasó sus últimas tardes con Teresa. Tuvo un hijo que se le fue a la isla del tesoro y que no volvió. Ahora, ya viejo y solo, agarra de vez en cuando el tomo de “El romancero hispánico”, de la estantería, lo tantea, lo mira y a veces le dan intenciones de abrirlo a ver qué pone. -“El arma perfecta”-, piensa. Y lo coloca de nuevo sin leerlo.
Un día, cuando más sólo y más desesperado esté, se encontrarán a Zacarías Castaño, sentado en el sillón, con la cabeza abierta.
Luis Foronda.
Dibujo de Nono Granero.

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