lunes, 25 de abril de 2011

El paraguas


En este tiempo de la dictadura todos los paraguas son negros, todos menos el tuyo. En las tardes lluviosas del otoño las aceras de la Gran Avenida se llenan de gente que deambula bajo sus paraguas negros, rumiando sus culpas y sus sueños en silencio.
Hace más de dos años que yo seguía tus pasos. Cada tarde, a las cinco, cuando enfilaba la Gran Avenida, de regreso a casa, veía siempre tu paraguas rojo al final de la calle como una gota de sangre rojísima entre el manto negro de paraguas. Veía acercase ese paraguas rojo hacia mí, esquivando la marea del resto y al final pasabas a mi lado. El paraguas te tapaba la cabeza y yo sólo podía ver tu falda de colores y tus zapatos planos. Una tarde ventosa del último noviembre, ví a lo lejos tu paraguas bajo el aguacero. Una ráfaga levantó entonces el paraguas por los aires y lo elevó por encima de la gente que no parecía darse cuenta de la peripecia. El paraguas voló unos segundos, luego descendió, cerré yo mi paraguas negro, lo dejé en la acera y corrí hacia el tuyo. Lo alcancé y miré a mi alrededor para ver si te encontraba, para devolvértelo, pero sólo ví gente triste que iba y venía acuciada por las prisas. Busqué todas las faldas, todos los zapatos y sólo había ropas zurcidas de desconsuelo. Desde entonces te espero sentado en el banco de este parque, con tu paraguas rojo, abierto, llueva o no, con la esperanza de que lo reconozcas y vengas a sentarte a mi lado, pero sólo vienen a cobijarse las palomas, aladas y blancas, de la libertad.
Luis Foronda.
Dibujo de Nono Granero.

viernes, 15 de abril de 2011

Cambio de guardia


Puede leerse esta historia escuchando de fondo a Bob Dylan. Sólo hay que pinchar en la columna de la derecha ( "Música en La librería").
Aquel domingo de ramos tampoco estrené nada. Con mala conciencia corrí a refugiarme a los Billares de la plaza, temiendo que se hiciera realidad la amenaza de la caída de las manos Allí, como siempre, me gasté la única moneda que llevaba en la máquina de los discos. Sí, ahí estaba Dios, Bob Dylan, cantando. Acababa de sacar al mercado “Street legal” y la canción “Cambio de guardia” me gustaba muchísimo. De pié, junto a la máquina, cerré los ojos y al abrirlos ya estaban ellas dos delante de mí, jugando al billar, las dos primas tetonas que venían de Madrid a pasar la semana santa. Danzarinas sibilinas alrededor de la mesa del billar, empujando las bolas con sus palitroques, demostrando la destreza capitalina en los juegos de salón. En un momento pararon de golpear las bolas y al mismo tiempo, en un ajuste preciso y exacto, levantaron la vista del tapete verde y me miraron. Yo no aparté la mirada, es más, no podía retirar mis ojos de aquellas cuatro candelas y haciendo gala de un estrabismo imposible miraba al mismo tiempo también aquellos cuatro pechos apretados debajo de las camisas. No dejaban de mirarme, así, semi-inclinadas sobre la mesa de billar. Bob Dylan me empujaba con su voz para que me acercara a ellas. Me templaban las piernas. Cuando parpadeé, ya no estaban, se esfumaron con la rapidez de una carambola. Esa noche, en mi cama, comprobé que la amenaza del Domingo de Ramos era cierta. Me abandonaron mis manos y las perdí para siempre.
Luis Foronda.
Dibujo de Nono Granero.

lunes, 11 de abril de 2011

Adán y Elena


(Puede acompañarse la lectura de esta historia con la canción "indian summer" , pinchando en la columna de la derecha - "Música en La Librería" -).
Querida Señora Francis:
Mi nombre es Adán. Soy el primer hombre sobre la Tierra y tal vez el último. De un trozo de barro me hizo Dios hace… ni me acuerdo. Me puso aquí, en el Paraíso, que es como el lugar ideal para que le pongan a uno. Como estaba solo me dio una mujer que no tiene comparación posible. Eso es lo malo de ser los primeros, que no puedes contrastar las cosas, ni una relación, ni una compañera, ni a uno mismo. Vivir sin analogías genera angustia en mentes tan simples como la mía. (Ya ve usted, de barro). Al principio ella y yo nos reíamos mucho y luego menos. Ahora no nos reímos nada. Nuestra vida en pareja es aburrida, desganada y fría. Soy consciente de que tenemos que hacer algo para reavivar la relación. Desde hace una semana mi mujer insiste en que deberíamos probar la manzana prohibida: Que mira que sí, que nos va a ir de maravilla, que hay que aprovechar la oportunidad, que es una puerta abierta a un mundo cargado de posibilidades, progresar, ser alguien.
No sé. Tal vez debería decirle que sí, más que nada para vivificar la convivencia, superar esta crisis, volver a reírnos como antes, amarnos, amarnos mucho y así procrear, procrear mucho, llenar el mundo de hijos.
¿Qué hago? ¿Qué me dice usted? ¿Tomo la manzana o la dejo?
La paloma mensajera del edén le llevará esta carta, pero ¿a dónde? si no tengo referencias, ni aires, ni mapas, ni señas. No sé por qué le escribo. No he escuchado nunca su programa, ni sé si existe o es sólo la reverberación de un cuento futuro. Tal vez usted sea la consecuencia primera de la soledad y de la incertidumbre. De todas formas, qué ganas tengo de que alguien invente la radio para oír su respuesta. Puede que el futuro de la humanidad dependa de ella.
Luis Foronda.
Dibujo de Nono Granero.

domingo, 3 de abril de 2011

Te romperé el corazón.


“Te romperé el corazón. Derrumbaré el muro, llegaré al centro de la piedra, apagaré el crujido cavernoso, lo convertiré en un delicioso músculo adornado de notas…”. Eso ponía en el trozo de papel que encontraron en uno de los bolsillos de la chaqueta de Epifanio Mediastino. Un poeta el Epifanio, no me jodas. Cuando yo lo conocí era un muchacho de un nervioso simpático, incluso parasimpático. Pero entiende que después de tantos fracasos amorosos como tuvo, llegara a la conclusión de que las mujeres tienen el corazón de piedra y que, convencido de ello, decidiera estudiar medicina, cardiología para más INRI, para más rabia. Entiende que ni los libros, ni las clases, ni los años, le hicieran cambiar de opinión. Otro desengaño y otro, “frías todas como el hielo, malditas tejedoras de témpanos”. Otro desengaño y otro, entiende que toda su obsesión fuera llegar a explicar la dureza del corazón femenino. Terminada la carrera con éxito y preparando su tesis doctoral sobre “la mujer, corazón de piedra”, conoció a Geli Dasilva, una chica que tenía el corazón como un guijarro pero rodeado de una chicha de primera. Salieron juntos y Epifanio Mediastino, enamorado hasta más allá del torax, ponía a veces su oreja en el pecho de la muchacha y se daba cuenta de que ella no lo amaba, porque oía un rechinamiento, el órgano desafinado que suena en la bóveda catedralicia. “Te romperé el corazón” y dale otra vez, queriendo ganársela en la cama, a fuerza de bombeos, sístole, diástole, ascendiendo y descendiendo, 72 veces por minuto, dentro y fuera, sube y sube, más y más… pero cuando llegaba a la cima de la válvula tricúspide no encontraba más que nieve. Hoy “Te romperé el corazón” no es un susurro, ni un poema, es otro intento de ascensión. Hoy, cuando llegue a doscientos latidos por minuto, a Epifanio Mediastino se le romperá el corazón y caerá a plomo desde la cima sobre el cuerpo desnudo de ella, que primero lo mirará aterrada y que luego, fríamente, se levantará y se irá. Y entiende que a la mujer de la limpieza, cuando entre por la mañana y descubra el cuerpo, se le escapen una queja y una lágrima, y que a la vecina, que se acercará alarmada al oír las voces, se le escuche un sollozo y que la presidenta de la comunidad, que avisará a la policía, sienta una pena muy honda, y que a la sargento, que llegará muy pronto, se le vaya un lamento y que la doctora, que certificará su muerte, se estremezca un instante y que la misma jueza trague saliva, ay Dios mío, mientras ordena el levantamiento del cadáver.
Luis Foronda.
Dibujo de Nono Granero.